sábado, 1 de septiembre de 2012


Ella
Viví muchas desgracias. Cuando tenía ocho años me perdía por las calles de mi barrio, recuerdo cuando salía por un camino tranquilo y súbitamente se cruzaban diagonales, surcos, pasajes: laberinto que me tomaba horas en resolver. Cuando llegaba la noche apenas estaba escapando de ese enjambre suburbano.
Al comenzar primer grado me di cuenta que nadie se parecía a mi; que los estúpidos de mis compañeros apenas  me llegaban a los talones. Me producía un asco infinito las dificultades que tenían aquellos niños para distinguir la a de la bé o entender por qué la hache era muda.
El día que me gradué fue hermoso porque sentí una liberación absoluta de esas caras con granos, de esos ojos que continuamente me desaprobaban y de los compañeros que ya no iba a ver más. De los tilingos que no se cuestionaban nada y que –pasivos- no ansiaban cambiar el mundo.
Durante mi juventud fui casta e inmaculada, llegué a odiar mi cuerpo y deseaba con todo mi corazón cambiarme de alma. Pero no pude y seguí. No estaba conforme conmigo pero existencialmente fui  explorando mi vasto universo; en el fondo sabía que algo tenía. Que era una maldita talentosa. Que si era paciente y sabía esperar mi inteligencia superlativa por fin me iba dar algo para entretenerme.
La búsqueda de mi vocación -responder a la pregunta ¿Qué diablos quiero hacer de mi vida?-  fue un pedregoso camino. Pero finalmente resolví el acertijo.
Intenté estudiar para contadora pero los números se deslizaban frente a mí tan escurridizos como incontrolables. Quise abrir una boutique pero el país no estaba preparado para los pequeños inversores. Quise muchas cosas pero fallé. Encontrar una vocación es encontrar una fragancia que te excite, que te haga bambolear los latidos del corazón. Es poder hallar un lugar, una respuesta.
Quise ser peluquera, farmacéutica, diseñadora de ropa, trapecista, música, filósofa, guionista, azafata, paseadora de perros, mucama, dibujante, periodista, maestra, bióloga, tenista, pintora, banquera, arquitecta, astronauta, enfermera, secretaria, prostituta, catequista, vendedora y hasta pensé en anotarme en clases de tarot. Pero no: fui presidenta. Y de las buenas.
Ahora que mi voz es tenue y paso los días alimentando el buche de cientos de palomas en la plaza de este frío pueblo, no tengo mejor pasatiempo que recordar. Y las imágenes como sueños  que provienen de una niebla lechosa se desgranan en mi mente en una masa compacta. Fui buena. Muy buena. La mejor. Fui presidenta y nadie se animaba a contradecirme, mucho menos a preguntarme. Si habré puteado ministros cuando no querían aprobar aquel famoso decreto; si los hice tropezar más de una vez con mi histrionismo. Mi voz era solemne. Jamás leí un discurso - éstos salían de un libreto concienzudamente armado. Decía las cosas con firmeza y aquel que no entendía podía considerarse del bando enemigo. Sí, lamentablemente había enemigos.
La época se prestaba para todo: las máquinas chorreaban información y en vez de hablar bien de mí, al contrario, osaban perturbar mi podio. Había muchos déspotas que odiaban mis decisiones, mis hermosas ideas y mis profundas transformaciones. Fachos los llamaba, pero claro, no en público; ante las cámaras no debía mostrar miserias, tenía que estar firme y radiante.
Mi plato favorito era charlar online con gente que no conocía y que por alguna razón nunca llevaban la vida que me hacían creer. Ahora me doy cuenta que me mentían.
Cumplí con los dogmas de gobernar con mano dura y acorralar con propaganda al dubitativo, al ingenuo y al violador. Los quise a todos. Aprendí a valorar el voto como el tigre cuida su último bocado de ciervo. Si querían ensuciar mi imagen siempre tenía un plan bé que garantizaba un contragolpe letal. A eso lo llamábamos cambios estructurales. Me gustaba sugerir nombres y jugar con las palabras; si había que anunciar un ajuste lo podíamos llamar de otra manera o ni siquiera llamarlo. Bueno, estas estrategias las fui aprendiendo con el tiempo. Lleva años ser grande.
No necesitaba de grandes pensadores: Proust, Confucio, Platón, Kant o Nietzsche no eran mucho más que los genios que me rodeaban. Intelectuales le llamábamos.
Todavía me causa ternura rememorar las tardes que pasábamos todos debajo de las cabañas del sur donde muchas veces sentí la contención que necesitaba; porque se sabe, la congoja se introducía en mi cuerpo muchas veces al año. Es sabido por qué.
La derecha deleznable amontonaba errores y ese talón de Aquiles fue mi miel, mi amante y mi gloria. Mi sueño era dejar un país de jóvenes provectos capaces de remover los cánceres de la patria. Uf, estaban por todos lados: desde el desierto hasta los hielos.
Creo que, como toda mujer exitosa, me envidiaban; deseaban lo que ellos no. Querían mi pasado, mis ideales, mi cabeza, mis hectáreas: mi herencia. 
Recuerdo a un hombre poderoso, se vestía con ropa ridícula, tenía bigote anchoíta y algunos kilos de más; con gusto lo visité en África y paseamos una tarde bajo elefantes y jirafas. No entendía nada de lo que me decía; su idioma era una extraña conjugación que me causaba pavor. Pero eso no era lo importante. Lo maravilloso fue estar en su casa: inmensa, lujosa, llena de cerámicas traída de los rincones más inhóspitos del planeta, tenía mujeres bellas como sirvientas y un aterciopelado sillón reservado únicamente para su intocable trasero.
Cuando regresé a casa y contemplé mis cosas me di cuenta que necesitaba mucho más. Enfurecida quise cambiarlo todo, inventar decretos, anular otros e impulsar medidas que me permitiesen engrosar cifras.
A veces me llamaban inconsciente pero no me importó. O sí, un poco. Pero para poner el pecho estaban los demás; ése era el trabajo que debía realizar la gente que me amaba. Lo hicieron, pero claro, por un tiempo. Poco a poco, cuando los fondos fueron escaseando, cuando tuvimos que destinar más dinero de los organismos oficiales las cosas se pusieron exigentes. Fue doloroso ver cómo la gente que antes me quería se ahogaba en inmensas dudas o cómo los más reticentes a mis políticas se relamían ante una victoria segura. No se equivocaron. Yo me equivoqué. Creía en la montaña de lujos. Y cuando un colaborador ingresó a mi despacho con el recorte del periódico que informaba la desdicha del otrora caudillo africano, simplemente tiré de una bofetada el matutino. No estaba para leer ese tipo de noticias. Necesitaba alegrías. Vivía de ellas.  Soñaba con conservarlas eternamente. Quería más.
Ahora que mi bastón de mimbre es uno de los pocos objetos que me quedan necesitaría los besos del poder en mi cuerpo; quisiera una vez más subirme al escenario y ver mi nombre en banderas y vinchas. Cómo quisiera hablar y que me escuchen y que todo esto no sea sólo un berrinche de una vieja que fue.  Haber sido es lo peor que me pudo pasar. Mi rala cabeza blanca no entiende razones; una y otra vez busco resolver el acertijo de la gente que me dejó. Pero ahora me doy cuenta que no era a mí a quien vitoreaban sino a mi poder, a mi cargo, a mis bienes.
El poder: esa prostituta que tan confidente me sedujo y a la que me largué a sus brazos sin importar nada. Grave error. Ahora la extraño, la busco, la necesito. 
Mientras tanto seguiré acá, en esta plaza del sur, alimentando unas cuantas aves olorosas que impávidas miran a una anciana que fue pero ya no. Me compadecen.

©Mike Arista