Sin anular
La tarde iluminaba como tantas otras veces las casas tan comúnes y humildes en el barrio de Remedios de Escalada, al sur del conurbano bonaerense.
Las rejas de los hogares deberían servir para proteger y llenar de misterio e intimidad los actos de las familias. Es sorprendente como esos hierros se levantan tan fríos, inmóviles y caprichosos. Uniformes, comparten una agresividad casi pasiva.
Los momentos sublimes o las desgracias suelen, a veces, ocurrir pocas veces al año, la continuidad de la vida casi sin sobresaltos es como un trofeo que vale la pena apreciar día a día. Pero aquella tarde eso no ocurriría. La merienda se iba a interrumpir y las cosas cotidianas y ordinarias iban a quedar en el recuerdo vagando en el cosmos que luego es vida, luego epílogo y luego polvo o muerte. Ese día al cerrar la puerta enrejada parte de su humanidad quedaría fuera de sí. Un dedo arrancado, sangre y la impronta de un dia inolvidable emergía de la nada y se concebía con una fuerza inaudita. Es impensado que una extremidad tan útil quede lejos de sí, acaso contarlo no grafica en lo más mínimo esos ojos renegridos por el dolor y la congoja casi buscando una explicación a lo insólito. Al ver su mano teñida de un rojo tan puro la desesperación no la desvanecía, al contrario, le daba un amargo empuje hacia la realidad que en ese momento parecía pesadilla. ¿La victima? Una robusta mujer que no rondaba aún en las cuatro décadas.
Los vecinos, la gente incrédula que pregunta sin necesidad de respuesta. Cataratas de frases hechas, ojos indecorosos y los pésames que aventuraban un mal desenlace.
Un patrullero de la Comisaría 4ta decoraba la escena que, intempestivamente, caía junto con el ocaso, en la memoria de los allí presentes. Y el olvido, escéptico que abordaba con sus interrogantes, como dudando de la veracidad de lo visto. Pero lo visto fue vivido, lo visto fue real: esa mujer perdió su dedo al cerrar su puerta. Un anillo que otrora le dio felicidad y un sueño amoroso, en esta soleada tarde le proveía nada más que lágrimas, pánico y ardor. La antítesis de su alianza es la desgracia que enmarca esta historia.
Gritos, voces, más vecinos, mis ojos también mezclados en la muchedumbre, todo aquello no fue más que un tizne innecesario. Testigos de la nada. ¿Cuán fructífera era la presencia de los curiosos? En los minutos que duró la desazón, la incoherencia y dolor aportaron sólo palabras vacías y consejos endebles. Si bien la parquedad no fue exhibida, los ciudadanos que presenciaron tan trágico momento alentaban una pronta recuperación a la daminificada que ya contaba con su anular pero no en su lugar biológico sino en una especie de trapo frío el cual se iba tornando rojizo.
La encargada de cubrir con paños y esperanza aquella extremidad ya muerta y pálida fue la madre de la mujer mutilada. Esa mano que íntimamente conocía bien y que rozagante tantas veces la había estrechado, sufría por vez primera un acontecimiento cruel que pavorosa la hacía fruncir todas las articulaciones de su rostro tan parecido al de su hija. Mientras tanto el sol se negaba a irse y abrazaba con el candor de sus rayos la cuadra, en ese momento más comentada del barrio. El recuerdo de esa jornada es infinito y los escalofríos de la desgracia dejan un tieso cuadro de imágenes que conforman un día triste para esa familia. Un dia normal para el resto.