Ilesos
Sonreí confiado como quien es dueño de una
pequeña felicidad. Súbitamente mis labios se encorvaron, mi frente se
llenó de líneas y no pude contener el pánico: -¡Carajo! ¿Dónde se metió?
El colectivo 100 venía apacible por Cerrito y
en un instante se escabulló, dobló, se esfumó por otra calle. Quedé desolado junto
con la incipiente mañana, la desnuda
parada del colectivo y las hojas del árbol de lavanda que caían sobre mi
cabeza. Subí el tono a mi nuevo insulto:
-Colectivo de mierda ¿Y ahora cómo me
vuelvo a casa?
Eran las cinco de la mañana, el país se
preparaba para uno de los paros más importantes en los últimos años y el
colectivo 100 quebraba mi tranquilidad, mi pachorra, la leve alegría de llegar
a casa en tiempo y forma.
La noche previa vi las caras regordetas por
tevé de los sindicalistas Luis Barrionuevo, Hugo Moyano y Gerónimo Venegas que garantizaban el
éxito del paro -que comenzaba a las cero horas- cuyo apoyo incluía a los
sectores de transporte, también a bancarios, escuelas, estaciones de servicio,
subtes, trenes y salud. No me importó. Tenía mi coartada que, aunque sencilla,
prometía eficacia: saldría antes del trabajo, el 100 llegaría como siempre a
las 5:07 y estaría en Lanús cuarenta minutos después; ahí ya no habría problemas podría por llegar
a casa en colectivo, a pie o en remís. El periplo no debía dilatarse, a las 7 estaba programado el corte en el
puente Pueyrredón -arteria fundamental en la que a
diario pasan miles de ciudadanos de Capital a
Provincia y viceversa.
Tozudo quise esperar el 100 a pesar de sus poco
favorables antecedentes; el bus rojo con vivos color crema no era
de las presas fáciles; de hecho el ramal 1 más de una vez me había obligado a alargar mi paciencia, llevarla
hasta los límites de la lógica. Decidí buscar otro aliado, el subte; los portales
de Internet informaron la noche anterior
que sólo la línea B se adhería y como yo necesitaba de la línea C...Bingo...llegaría
a Constitución y de ahí el tren y de ahí la gloria -casa. Si bien las vías del
ferrocarril Roca iban a ser cortadas en Avellaneda no imaginaba ese corte tan
temprano. Crucé la avenida más ancha del mundo ávido de resolver de una vez por
todas el enigma de cómo llegar a casa, el tiempo se agotaba 5 y 15 figuraba
en el celular; llegué a la boca del
subte y todo fue desazón: estaba cerrada. Putié a los portales de internet de
nuevo al 100 y en mi mazo sólo quedaba
una última carta: correr hacia la
Avenida Alem y esperar el 33 -presa más difícil, su frecuencia los días hábiles es de, al menos, 20 minutos.
Quise desprenderme de todo pesimismo pero no
pude, si el 33 tardaba demasiado en llegar -si es que en algún momento se
dignaba a venir- no sólo no iba poder cruzar a Provincia sino que mi mañana
estaría dedicada a vagar somnoliento por
la Ciudad. Putié de nuevo al 100, artífice en parte de todos estos
contratiempos. El celular marcaba las 5 y 20; cada minuto era vital, transité a
toda velocidad la Avenida Corrientes; como una molesta imagen que se antepone ante mis ojos vi la
marquesina de El Nacional cuya obra en cartelera era Casi Normales, en el
frenesí y la prisa un cartel de un sonriente César "Banana"
Pueyrredón se antepuso ante mi vista, parecía burlarse de mi desdicha. Al pasar
por el Gran Rex un hombre tumbado boca abajo hacía de un rincón de la entrada
del teatro su refugio que adornado con carteles con las figura de la cantante
Valeria Linch coronaban una escena melodramática; el panorama no era alentador,
la humedad, el hombre tumbado, Valeria Lynch pintarrajeada, César
"Banana" Pueyrredón de algarabía, el 100, el Puente
Pueyrredón: el paro.
Al llegar a la esquina de Corrientes y Maipú me
detuve, di un salto, era la señal, la solución: divisé la parada del 45.
Hacía años que no lo tomaba, lo recordaba como un verde y puntual colectivo,
ahora más coqueto, le habían puesto aire acondicionado y bombitas rojas que
remarcaban el cuatro y el cinco. ¿Tanta estética era proporcional a su
puntualidad? Rogaba que lo fuera. En la parada dos muchachos resoplaban, tenían
caras largas y temí lo peor: quien sabe desde hace cuánto lo esperaban; uno de
ellos de remera blanca y mochila gris no toleró más la espera y se fue ligero
por Corrientes. El otro de camiseta negra, fumando esperaba.
Una gota me golpeó la nariz, otra la boca y una
tercera cayó firme junto a mi párpado izquierdo. -¿No me digas que llueve? me
dije. Estaba tan desquiciado que en mi afán por encontrar un colectivo que me
lleve a destino me había olvidado que el clima era ideal; el cielo era una capa
bicolor azul y negra; lo que me mojaba no era lluvia, eran las gotas que chorreaban de los aires acondicionados
del edificio de Telefónica; las recibí con aplomo, me acerqué a la vidriera
del Centro de Atención al cliente y vi una gama muy mejorada de celulares,
también propaganda de Movistar. Me distraía de forma absurda, como ido del
hervidero en el que horas después se convertiría el país .
Continuaba la espera del 45. Ya no había
regreso, si caminaba las tres cuadras hasta
Alem iba a correr el riesgo de perderlo todo: el 45 y el 33.
Las gotas no mermaban, caían ruidosas, era lo
único que se escuchaba en la desolada madrugada porteña. Los taxis eran figuras
esporádicas, los colectivos casi no aparecían.
En el horizonte una luz roja emergió de la
nada. Podría ser el 45, achiné los ojos para quitar el contraste de la luz de
color y quedarme con la silueta de los números. Los segundos eran eternos, no
sabía si era el 45 o veía visiones, la tensión aumentaba, pensaba correr al
encuentro pero antes del ridículo era mejor la paciencia.
Cuando por fin distinguí el 4 y 5 me atribuí
una victoria que el 100 no supo (pudo) darme. Corrí al encuentro, el idilio no
podía ser mejor, yo mojado, casi exhausto de impaciencia subía, decía uno
setenta y cinco y me sentaba tranquilo para llegar a casa ileso. Eran las 5 y
29. El tiempo estaba de mi lado.
El colectivo agarró Maipú tan lento como un
caracol; atravesó las callecitas angostas que estaban llenas de volantes que decían:
"Nosotros los empelados de comercio nos adherimos". Maipú tenía más
basura que gente en sus calles. El olor que desprendían sus baldosones era
ácido, viejo, húmedo. Unos chicos salían de un boliche, las chicas con la ropa
tan pegado al cuerpo y los muchachos con una mirada perdida bloqueaban la
circulación del 45 que paciente seguía su ritmo tranquilo. Un semáforo en rojo,
otro más, ahora el tercero... Desesperé pensando en que la victoria ya casi
consumada se vería afectada si el colectivo seguía demorándose. Cada minuto
contaba. Eran las 5:38. El 45 seguía avanzando muy lento. No era divertido, en
poco tiempo más las fronteras hacia Provincia iban a ser cerradas y quien sabía
cómo iba a poder alcanzar el otro lado de Buenos Aires.
Cada frenada, cada semáforo reverberaba como un
suspiro, una herida; nosotros aquí en la indecisión de llegar o no a destino y
los piqueteros tan aprestos acortar los puntos de acceso. Si los unos se
adelantan a los otros es el cielo o el infierno.
Al lado mio se sentó un muchacho de campera
roja cuyas mangas le tapaban casi toda
la mano, apenas se distinguían unos dedos flacos; tenía un teléfono viejísimo,
alcanzo a leer que escribe que los colectivos demoraron bastante, que llega
tarde. Mientras tanto el 45 no se rinde,
esta vez acelera por primera vez en la noche, estoy casi desbordado de alegría por fin el viaje será sin interrupciones pero
el rojo del semáforo indica que legalmente hay que detenerse. Lo hace el 45, lo hacemos todos.
Me pregunto como estarán las cosas por el
puente Pueyrredón. Twitter se rie de mi. Borré esa aplicación de mi celular
hace tiempo, ahora la necesitaría para saber qué sucede, que fue de la vida de
los futuros cortes, del candado que le van a poner a la Ciudad para que nadie
(nada) salga o entre.
Llegamos a una de las zonas inexpugnables de la
jornada: Plaza Constitución. La veo desguarnecida. El gigante todavía duerme,
es un perro que no cuida bien su hueso y nosotros se lo robamos. En ochenta minutos
este lugar será inaccesible, habrá banderas, ruidos, pancartas, insultos al
gobierno, consignas de todo tipo. Habrá multitudes. El 45 viborea y encara por
avenida Brasil, las dieciocho personas que están en el colectivo no hablan del
paro; en ochenta minutos es probable que lo hagan.
Algunos pocos se bajan, el colectivero grita
una obviedad: que la estación Constitución está cerrada -no hay ternes. Suben
una veintena de personas, los espacios se achican y en pocos segundos se
escuchan las palabras: "paro, no puede ser, gobierno, Cristina, trenes,
siempre lo mismo y negros de mierda". Son las 5 y 47 y la corazonada es
posible, llegaremos a Lanús. ¿Llegaremos? Cuanto más grande es la certeza mas arrecian
las dudas.
Una mujer rubia que lleva la marca de los años
en sus arrugas no deja de hablar de los cortes programados en el día, menciona
que su marido le avisó los lugares conflictivos y que por eso es mejor hoy no
ir a trabajar. Otra mujer vestida con ropa de limpieza le agradece a su
compañera haberla acompañado, se siente engañada porque le dijeron que los
trenes funcionaban y que mucho no sabe cómo viajar, su compañera le responde
qué barbaridad y que le quisieron cobrar un remis a Longchamps 250 pesos. -Una
locura, repiten ambas a coro y se miran, se sonríen, se consuelan.
Apoyo mi parietal en la ventana que está fría,
mi cabeza repiquetea al son de los movimientos del colectivo. No me perturba.
En la terraza de un hogar de la calle Osvaldo Cruz hay un muñeco vestido con
ropa militar, lo observo, sonrío, pienso que si no fuera por tener mi culo
sentado en el 45 y a pocos minutos de llegar a Lanús jamás me divertiría tal
escena.
Llegamos al lugar prohibido: el Cruce Nuevo
Puente Pueyrredón. No hay un alma cerca, lo penetramos de norte a sur, disfruto
la hazaña.
En menos de una hora el lugar estará colmado de
gente, de protestas, de conflicto. Ahora su brazo de fierro nos lleva del otro
lado de la Ciudad; el 45 no deja de darme alegrías esta mañana de martes, ahora
elude un pozo aumenta la velocidad -el sabor dulce de haber cruzado el puente
sigue por inercia en mi corazón. Me pongo a pensar en las cosas más cotidianas
del mundo, qué habrá para acompañar el café, si esos panes con roquefort que
vende la panadería de la esquina de casa ya estarán listos.
Hay más del verdoso colectivo: agarra Av.
Rivadavia mientras tanto la palabra
trenes, subtes, colectivo se repiten cincuenta veces en el ya repleto colectivo.
Poco importa: cruzamos el puente.
Luego de varios minutos la proeza está
consumada, el 45 acelera y deja atrás a un gol blanco, se pone a la par de un
fiat duna rojo y disminuye la velocidad hasta llegar a la estación Lanús. El
colectivo quedó desierto: bajan 23 pasajeros, todos con cara de dormidos y una
agradable sensación por haber, hoy 20 de noviembre, llegado a casa. Hay miles,
que no saldrán tan ilesos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario